viernes, 1 de diciembre de 2006

Peligro en la Noche

Una sombra trepó la colina velozmente agarró al primer hombre y lo volteó. Un sonido seco y el cuerpo tendido sangrando. Un reguero de sangre manando de su cuello. Una vida menos. ¡Un momento! Algo no acaba de cuadrar. Debía morir el primero, seguro. Pero empezando por la derecha o por la izquierda. ¿De qué te sirven esas aptitudes físicas sobrehumanas si no eres capaz de centrarte en tu objetivo? Algo va mal, la vista me engaña.
El cuerpo tendido en el suelo se transforma. No es un hombre. Parece, no se, un animal.
No puedo reconocerlo.

Tres horas antes. Anochece.


Tajún miró a su alrededor y le gustó el pequeño claro. Hizo una señal de alto. Pasarían la noche aquí. Montaron un discreto campamento tendiendo sus mantas alrededor de un pequeño círculo de piedras que un soldado preparó en un momento. Pronto ardería una hoguera acogedora que espantaría a los pequeños animales del bosque. Llevaban diez días de marcha. Más de una semana de monótono viaje a través del Bosque Gigante y no tardarían en cruzar sus límites y detrás la seguridad de su clan. Como era costumbre en el ayudó a sus hombre en los preparativos y no tardaron en disfrutar de una cena frugal de rancia carne seca. Después de un rato de charla, uno a uno, sus compañeros cayeron en un sueño profundo y merecido. Como siempre, el se hizo cargo de la primera guardia.

Pasó la primera hora y un sonido de ramas partidas disparó su adrenalina. Tensó su arco. De la maleza surgió un jabalí. Tajún se rió de si mismo. Se estaba volviendo un paranoico. Y llegó lo extraño. El jabalí le habló:


Cazador Errante, largo tiempo nos has perseguido a mí y a mi clan.
No vengo a desafiarte, sino a salvar tu vida. Escóndete con los tuyos
detrás de esos arbustos. Cuando estéis ahí yo y los míos os
sustituiremos. Podréis ver a quien os persigue. No tengáis piedad pues
él no la tendrá con vosotros. Espero que nuestro sacrificio de esta
noche nos quite de entre tus objetivos.

Tajún perplejo despertó a sus hombres. Algo en su interior le empujaba a creer al animal. Sus hombres somnolientos obedecieron sin preguntar, con el rostro reflejando la extrañeza que no se atrevían a expresar. Les dijo que continuaran durmiendo entre la espesura, que seguiría de guardia. Achacó todo a un presentimiento. Así lo hicieron y ante sus ojos, en el claro que antes ocuparan ellos, seis jabalís cambiaron de forma y volviéndose humanos.

Ahora.

La sombra asesina duda un segundo, dos, tres. Demasiado tarde. Tres silbidos traen tres punzadas a su pecho. Se lo mira. Tres pumas negras de tres flechas que le atraviesan el torso. Cae y muere sin entender nada y Tajún lo ve caer desde el borde del claro. Sabe que alguna fuerza que él no comprende se le ha manifestado. No lo entiende y tampoco le importa. Solamente está seguro de una realidad. Jamás cazará ningún jabalí. De pronto toma conciencia de la desaparición de los animales entre los gritos de sorpresa de sus hombres que corren a ver que ha ocurrido.


Nefando

La Torre

Desde esa esquina se puede ver la torre. Si el testigo abandona por un segundo el ruido de la vida porteña, descubrirá tras las paredes circulares un aquelarre. El eco del mismo lugar que la humanidad resguarda en la penumbra bajo diferentes disfraces. La esencia de los cimientos de construcciones tan antiguas como las pirámides y Stonehenge. Allí se suceden acontecimientos -incluso próximos a lo cotidiano- que atraen a hados y demonios.
Fue lupanar y fumadero de opio. Acaso alguno de sus visitantes haya dejado el alma allí preso del puñal de un malevo. Pero fue cuando llegó aquella artista pálida, María Krum, que su esencia brotó al fin. Recuerdo que apenas salía para hacer visitas a la universidad. Fue en su biblioteca donde hojeó las páginas del prohibido Necronomicón. Mortal fue su curiosidad por la que recitó aquel hechizo. Quizá creyó que las paredes sin ángulos la protegerían de los sabuesos. Pero esas criaturas son hábiles, impetuosas, insaciables. Los vecinos oyeron el grito del día en que murió. Ahora forma parte de la superstición barrial. Pero yo sigo oyendo su sufrimiento y el jadeo de los Perros de Tíndalos que olfatean, hurgan y rastrean en la torre.
FIN


H.P. Lovecraft